Dentro de la ética
aristotélico-tomista para que un acto pueda calificársele como bueno o malo,
primeramente tiene que ser un acto humano, esto es, un acto que "procede de la voluntad deliberada del
hombre...que es realizado con conocimiento y libre voluntad"[1].
La libertad es el carácter o propiedad de dichos actos[2],
por ende, cuando se dice que una persona ha actuado libremente significa que ha
realizado un acto con advertencia (del acto en sí y de su relación con la
moralidad) y consentimiento.
He aquí uno de los
principales problemas entorno a dicha concepción de la libertad y, por tanto,
del valor con que se califica dicho acto. Si un acto humano debe poseer
advertencia y consentimiento[3],
entonces dichos elementos deberían ser plenos o al menos suficientes para que
la acción se considere libre y, por ello, moralmente calificable. Pero se
constata que hay actos humanos que poseen advertencia y consentimiento y, sin
embargo, podemos considerar que no son totalmente libres.
La afirmación anterior
podría sonar “herética” dado que para la filosofía clásica “el hombre decide de su acción, con
conocimiento de causa, en la claridad racional de sus motivaciones y el dominio
de los móviles instintivos”[4];
a pesar de ello, es importante señalar que los avances en la psicología, en
especial a partir del psicoanálisis, implican una serie reflexión en torno a la
concepción que tenemos sobre los actos que consideramos libres, lo que a su vez
conlleva una reflexión sobre la responsabilidad moral de los mismos.
Ciertamente es bien
conocido que hay obstáculos para el acto humano como lo es la ignorancia, el
miedo, los hábitos y las pasiones[5],
por lo mismo, se entiende que la libertad humana no es absoluta sino que es
limitada. No obstante y teniendo en cuenta dicha limitación, sé está tratando
entorno a aquellas acciones realizadas con advertencia y consentimiento
(acciones consideradas como actos humanos, por tanto libres) y que, sin
embargo, uno puede preguntarse si fue realmente libre al tomar x o
y decisión y por ello el grado de responsabilidad moral que tiene.
Lo primero que habría
que mencionar es que entonces es posible hablar de grados de libertad puesto
que un acto, para ser humano y libre, requiere precisamente la advertencia. Sin
embargo, dicha advertencia nunca es perfecta; esto contradice en cierto modo lo
sostenido generalmente en los manuales
pues aunque admiten una advertencia plena y otra semiplena (como cuando uno
está más dormido que despierto), habría que analizar seriamente que acciones
son plenamente advertidas. La concepción de una advertencia plena queda en
entredicha desde el momento en que la psicología fue adentrándose en el
funcionamiento de la psiqué humana, en particular Freud y su teoría de la represión[6]
según la cual hay hechos traumáticos que se almacenan en la parte inconsciente
de dicha psiqué y que a su vez dicha parte inconsciente[7]
actúa en aquellos actos que creemos hacer “concientemente”.
No obstante la
distinción entre consciente e inconsciente que Freud realizó, lo cierto es que
“entre los dos mundos hay una relación de
<<matiz>> o <<penumbra>>”[8]
Esto ha llevado a investigar y fomular fenómenos como el de la memoria selectiva y la constancia de la imagen[9].
Esta última de particular importancia para la psicología clínica. Su
importancia reside en las consecuencias de acarrea en el ámbito de la libertad
el peso que tiene el inconsciente en la toma de decisiones. Por ejemplo, la
visión que los niños pueden tener de sus padres puede persistir por años,
incluso toda la vida (aún cuando dicha imagen pudiese ser falsa) con sus
correspondientes consecuencias psicológicas y sociales. Si esto es así hay que
preguntarse cuántas de las decisiones que dichos niños tomen, una vez llegados
a la juventud o adultez, son, al menos en el plano existencial, decisiones
plenamente libres.
Hay que notar que
existe la advertencia de la elección y posibles justificaciones racionales a
las mismas (sin mencionar fenómenos como el sesgo
de conocimiento) así como el consentimiento de las mismas, pero en el fondo
sigue actuando el inconsciente. En este sentido es donde se puede afirmar que
la libertad plena solo es alcanzable hasta que uno se conoce a sí mismo lo más
profundamente posible, cuando son vencidas las incongruencias y asumidas las
vivencias pasadas con sus errores y debilidades, fortalezas y aciertos. Por ello,
Carl Jung decía: “Hasta que lo
inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y tú le llamarás
destino”
Tal vez un caso
paradigmático donde se vea reflejada la diferencia entre la libertad plena y la
libertad entendida solo como acto libre y con advertencia es el de los Alcohólicos
Anónimos (A. A.). Son bien conocidos casos de hombres y mujeres exitosos,
profesionistas y triunfantes que fueron haciendo su vida en base a elecciones
libres -según el canon clásico- como ellos mismos dice en el Libro Azul sin por ellos poder evitar
caer en el alcoholismo y sólo saliendo de ella gracias al encuentro consigo
mismos. Es decir, aunque siempre fueron libres en sus actos según los elementos
reconocidos por la filosofía clásica, solamente pudieron llegar a ser realmente
libres hasta después de un autoconocimiento y un autoexamen de conciencia, de
un volver a hacer consciente lo inconsciente alcanzando así una libertad más
plena. El simple acto libre como lo entiende la filosofía clásica los llevó al
alcoholismo, el conocimiento de sí los llevó a una libertad superior no sólo
porque lograron salir de su alcoholismo, sino también porque las decisiones que
ahora toman poseen dicha libertad, dicha conciencia si se le quiere llamar así.
Ortega y Gasset ya lo
había mencionado cuando dijo “Yo soy yo y
mis circunstancias y si no las salvo a ellas no me salvo yo”[10],
es decir, la “libertad humana no se
despliega en un vacío absoluto de contenidos o determinaciones…la situación nos
insta. Sobre ella se despliega la libertad”[11].
Por ello la libertad plena no sé da en actos que cuenten solo con consentimiento
y advertencia, requiere algo más profundo, requiere una unión con el pasado
personal y la conciencia de la trascendencia de la acción hacia adelante[12].
Bergson, por su parte, señalará que el yo es una unidad en evolución[13],
por ello “somos libres cuando nuestros
actos brotan de nuestra personalidad total, cuando la expresan”[14]
Para entender esto, hay que tener presente que se entiende por personalidad “todos los procesos y manifestaciones
psíquicas en cuanto son indicación de una unidad individual, de un “todo” comprensible
como unidad a través del tiempo, que son vividos por un individuo con la
conciencia que se trata de su propio “si mismo””[15]
Es necesario, pues,
para que exista un acto plenamente libre, la conciencia sobre la relación de
dicho acto con nuestras circunstancias, entendiendo por circunstancias tanto lo
que nos rodea como la historia personal misma y nuestra proyección hacia el
futuro, lo que bien se conoce en psicología como conciencia de sí mismo[16].
Parodiando a Lonergan, deberíamos decir que se refiere a una advertencia de
la advertencia[17].
De aquí se desprende el
hecho de que el juicio moral sobre los actos sólo puede versar sobre el acto
pero no sobre la persona que los realiza, es decir, se juzga el pecado, no al
pecador como popularmente se podría expresar y esto nos lleva a otra
consideración: la bondad de una acción o el acto bueno. Para la filosofía clásica
un acto es bueno si se tiene conciencia de que es bueno, se hace con esa
intención y con los medios rectos y buenos también. El problema, como se ha
visto, es la parte de la intención. ¿Hasta qué punto el bien que se hace
responde no al bien en sí, si no a la satisfacción de necesidades inconscientes
que podrían distar mucho de lo que
conscientemente sostenemos? De ahí la importancia del psicoanálisis y la
psicología en general en la depuración de la intención, y en la plena actuación
de la libertad.
Para que un acto sea
moralmente bueno debe poseer advertencia, consentimiento, conciencia de sí
mismo (alcanzable haciendo consciente lo inconsciente) y de un cuarto elemento:
conciencia del valor que mueve la acción[18].
En efecto, justamente en este punto la antropología filosófica, la psicología y
la ética se juntan puesto que está última tiene por fin la felicidad del hombre
entendiendo ésta (la felicidad) como el perfeccionamiento del ser. Por ende,
toda acción que lleve a alcanzar dicho fin debe ser considerado como bueno y
valioso, es decir, como un bien que es importante[19]
en sí mismo[20].
De ahí se sigue que solamente los actos hechos con libertad plena –como se
consideran en el presente trabajo- pueden llevar al hombre a alcanzar dicho fin
puesto que el sujeto consciente de sí mismo y de sus motivaciones así como del
valor que busca en el objeto de su elección podrá realizar actos que lo
perfeccionen como persona a él y a los que lo rodean. Sin embargo, la
consciencia de sí mismo conlleva otra grave responsabilidad: aumenta el rango
de libertad fundamental y por lo mismo, así como aumenta la plenitud de los
actos buenos y de la felicidad, puede aumentar consigo el abismo del no ser del
mal, de no elegir el bien que se sabe ya con una conciencia más profunda y por
tanto un rechazo explícito del bien. Usando, si se permite, un lenguaje
religioso y bíblico, uno se puede convertir de pecador en malvado. La figura del malvado no es igual a la del
pecador. El malvado es el que ha rechazado explícitamente el bien que conoce,
del que es consciente fuera de una situación donde los exista un daño fisiológico
que conlleve dicha elección, estamos hablando del plano de la libertad y por
tanto donde el peso moral cae con todo su rigor.
De cualquier forma,
aunque exista la libertad plena, al final es relativa. Uno nunca termina de
conocerse y por tanto nunca es posible que uno se ensalce como el bien absoluto
ni que se llegue al extremo de un malvado absoluto que no tuviese forma, aunque
fuese pequeña, de realizar actos buenos.
Sólo quien en plena
libertad elige el bien podrá vencer las mil batallas de la vida moral y psíquica
en orden a la felicidad.
[1]SADA, R. Curso de ética general y aplicada. Minos, México, 20072,
p. 51
[2]
Cfr. VERNEAUX, R. Filosofía del Hombre. Herder,
Barcelona, 200211,
p. 174
[3]
SADA, R. Ob. Cit., p. 52-53
[4]
SIMON, R. Moral. Herder, Barcelona,
19876, p.
80
[5]
SADA, R. Ob. Cit., p. 55-58
[6]
Cfr. REALE, G.-ANTISERI, D. Historia de
la Filosofía: De Freud a nuestros días (T. VII). San Pablo, Bogotá, 20102,
p. 111
[7]
Cfr. Ibíd., p. 113
[8]
CENCINI, A.-MANENTI, A. Psicología y
formación: Estructuras y dinamismos. Paulinas, México, 1985, p. 224
[9]
Para profundizar más, véase: MC NEIL, E. La
naturaleza del conflicto humano. FCE, México, 1975, p. 74-75
[10]
ORTEGA Y GASSET, J. “Obras completas” en: XIRAU, R. Introducción a la historia de la filosofía, UNAM, México, 200914,
p. 408
[11]
CRUZ, J. Filosofía de la Historia.
EUNSA, Pamplona, 20022, p. 87
[12]
Cfr. Ibíd., p. 91
[13]
Cfr. REALE, G.-ANTISERI, D. Historia de
la Filosofía: De Nietzsche a la escuela de Frankfurt (T. VI). San Pablo,
Bogotá, 20102, p. 540
[14]
Ibídem.
[15] DORSCH,
F. Diccionario de Psicología. Herder,
Barcelona, 19814, p. 701
[16]
Cfr. Ibíd., p. 175
[17] Cfr.
LONERGAN, B. Insight: Estudio sobre la
compresión humana. Sígueme, Salamanca, 1999, p. 12
[18]
VON HIDELBRAND, D. Ética. Encuentro,
Madrid, 1997, p. 338
[19] Cfr.
Ibíd., p. 34
[20]
Cfr. Ibíd., p. 42-69. Se halla un estudio detallado de Von Hidelbrand sobre el
tema.